Pamplona, noviembre de 2006
En Ecuador son los restos de grupos indígenas amazónicos, antaño más numerosos, que por vivir en lugares remotos y casi inaccesibles de la selva, quedaron, ya desde el tiempo de la Conquista, fuera del contacto con los conquistadores y también con los otros indios que se adaptaron, con mayor o menor resolución, a la evolución de la zona. Para esos pequeños restos, el retraimiento inicial se prolongó durante la posterior aparición de las naciones americanas y la organización de las mismas y no ha sido enmendado hasta hoy.
Consiguientemente estos grupos han quedado fuera de la evolución política, legal, administrativa de los nuevos estados nacionales, en este caso de Ecuador. En concreto quedaron olvidados en el reparto legal de la selva, tal como se ha ido dando progresivamente hasta el presente. Pasaron a no existir, como no fuera en leyendas o relatos poco menos que fantasmales. Hasta el día de hoy ninguna ley del Estado ecuatoriano defiende sus derechos, ni su presencia específica; de hecho están ninguneados. Legalmente son inexistentes.
Fuera de los estudios y comprobaciones hechos por CICAME (Centro de Investigaciones Culturales de la Amazonía Ecuatoriana), no se ha dado en Ecuador una investigación sistemática en torno a la existencia y características de los grupos sin contacto. Partiendo de los datos publicados por Cicame y de otros que aún reposan en sus archivos, hacemos ahora un breve resumen de lo que se conoce sobre la deriva y suerte de los últimos grupos amazónicos ecuatorianos en situación de aislamiento y no contacto respeto a los otros grupos indígenas o a la sociedad nacional.
Un grupo que era parte del pueblo Waorani. Existe numerosa documentación y relatos de primera mano sobre ellos. Inicialmente fueron el resultado del fraccionamiento de un gran clan Waorani que se produjo al final de la década de los 60, cuando los misioneros evangélicos emprendieron una agresiva campaña de reducción. Los Tagaeri (seguidores de su líder Tagae) renunciaron al contacto, mientras la mayoría del grupo la aceptó; ellos se propusieron mantener su territorio contra la irrupción de los petroleros, así como de otros indígenas y colonos que invadían su zona. En un primer momento fueron un pequeño grupo (entre 8 y 15) que más tarde aumentó con agregaciones de algunos Waorani que huían de la reducción misional, el intercambio con otros grupos aislados y por la propia reproducción del clan.
Se han documentado, desde el final la década de los 60, numerosos incidentes de este grupo con obreros de las exploraciones petroleras, derivados en muertes violentas de parte y parte. Pero, vista la evidente desproporción de las fuerzas, la peor suerte la corrieron los indígenas arrinconados. Varias decenas de ellos murieron a lo largo de 20 años de exploraciones; primero en incidentes directos, causados por disparos del ejército (que vigiló durante tiempos algunas operaciones petroleras y trataba de ahuyentar a los inquilinos de bohíos cercanos), de vigilantes petroleros, o de los mismos trabajadores que muchas veces iban armados.
En los años 90 los petroleros utilizaron a Waorani contactados para una doble misión: defender a sus obreros de los Tagaeri e intentar con los últimos de éstos un contacto forzoso. De esta temeraria práctica, hecha sin conocimiento y control de instituciones indígenas o gubernamentales, se derivaron varias muertes en el clan asediado y el convencimiento de grupos Waorani contactados de que éstos disponían, prácticamente a su arbitrio, de la vida y bienes de los salvajes pues las muertes siempre quedaban impunes ante la justicia ecuatoriana. Los Babeiri, un grupo Wao que vivía en contacto constante con los petroleros, hicieron durante esos años varias incursiones a las casas Tagaeri, produjeron diversos muertos entre ellos, raptaron a una de sus mujeres, etc. No hubo en ningún caso reacción oficial.
Creemos que en este momento los Tagaeri están seguramente casi del todo exterminados. Quizá alguno de sus miembros (alguna mujer o niño) quedó vivo, integrado en el grupo vencedor de la disputa. Eso está por comprobarse.
Son un pueblo cercano étnica y culturalmente a los Waorani; clanes que al parecer tenían contacto con ellos, aunque fuera una vecindad frecuentemente belicosa, unos cien años atrás. En todo caso sabemos muy poco sobre los Taromenane. Nadie ha conseguido una noticia directa de su boca. La mayor parte de los clanes Waorani actuales tiene sobre ellos unos conocimientos legendarios, propios de quien hace mucho tiempo ya no ha renovado la información.
Los que llamamos Taromenane eran el año 2003 al menos tres grupos (entre 50-100 cada uno de ellos) que habitaban las cuencas entre los ríos Tiputini-Nashiño-Cononaco. Tal como especificaremos más adelante, uno de ellos fue masacrado a finales de abril de 2003 por otro grupo de Waorani ya contactado. Veremos también de otros atropellos semejantes.
Cicame tiene también grabaciones de Waorani que aseguran la existencia, a más de los anteriores, de otros clanes que no serían Taromenane, sino iguales a nosotros, insisten los testigos. En su idioma Huarani, es decir, del mismo pueblo pero ajenos, no familiares. No se tiene noticias últimas más precisas de su número. La ubicación de los mismos la sitúan entre los ríos Yasuní y Nashiño, cercanos a la frontera peruana. Muy probablemente a ambos lados de la frontera. Contamos con narraciones fiables de soldados ecuatorianos de puestos en el Nashiño y Cononaco, así como de indígenas y colonos peruanos del otro lado, que han visto en la zona fronteriza a indígenas que identificamos provisionalmente como Huarani.
No se puede descartar la presencia en el área de otros supervivientes, pertenecientes a diversos grupos étnicos. Por ejemplo algunos restos de clanes zaparoanos, que históricamente vivieron allí (siglos XIX y comienzos del XX). De hecho han sido detectados en la parte peruana, próximos a la frontera ecuatoriana y no sería improbable que transitaran a uno y otro lado de un límite nacional para ellos desconocido como tal.
La selva en su conjunto ha sido considerada propiedad estatal. Ninguno de sus más viejos moradores tenía títulos de propiedad hasta hace treinta años, parecía depender del Estado si éste los otorgaba y en qué medida a cada uno de los pueblos ancestrales. Siempre ha estado remiso a hacerlo por considerarlos poco productivos; lo que se alentaba era más bien el ingreso de colonización en la selva de modo que ampliara la llamada frontera agrícola y ganadera.
De tal manera que incluso los pueblos indígenas tradicionales tuvieron que prepararse y resistir. A partir de 1963 comenzaron poco a poco a organizarse políticamente, formando Federaciones propias, cada grupo cultural la suya. Luego, la suma de ellas se unió en una Confederación de las Nacionalidades indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (CONFENIAE) y después en una nacional, Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). En la región amazónica los indígenas ecuatorianos han debido superar muchos obstáculos antes de ver reconocidos y legalizados sus territorios y demás derechos por parte del Estado; aún no lo han conseguido del todo.
La Constitución de 1998 constituyó un giro importante en cuanto a reconocimiento y protección de la integridad étnica y cultural de los pueblos indígenas. Por vez primera se reconoce que el Ecuador es un país pluricultural, formado por diferentes pueblos indígenas, autodenominados nacionalidades, que son parte de un estado único e indivisible. Les da garantías para mantener formas de vida y organización distintas a los grupos sociales y culturales hegemónicos en el país.
Sin embargo en Ecuador, como en tantos países del área, la distancia entre lo que dictan las leyes y su real cumplimiento en la práctica política o administrativa es tan extrema como insuperable. Así el Estado tiene una Constitución que proclama la nación multicultural, ratificando el derecho indígena a su territorialidad y al ejercicio de derechos ancestrales en el uso del suelo, y el ejercicio de otras autonomías en cultura, justicia, etc. El Estado ha firmado asimismo leyes internacionales como las emanadas de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), por ejemplo el Convenio 169 que reconoce y respeta a los pueblos indígenas como sujetos colectivos de derechos, de modo que ya no puedan ser objeto de políticas de asimilación sino que debe garantizarse su autonomía interna, el control autónomo de sus instituciones propias y su derecho de participación en los diferentes niveles de las decisiones nacionales. Pero de esos dichos a los hechos reales no sólo hay un trecho, sino un abismo. Porque ¿cómo realizar en la práctica esa autonomía dentro de Estados con una gobernabilidad tan frágil, interina y amenazada como es el caso del ecuatoriano?
Un Estado en donde ninguno de sus cuatro últimos presidentes ha podido siquiera terminar su período presidencial.
Sucede entonces que se da ese sabido espejismo donde las leyes parecen indicar lo que la realidad no ofrece. Que la práctica va por otros caminos lo vemos reflejado en este ejemplo que tiene mucho que ver, como veremos después, con nuestro tema de los pueblos o grupos ocultos..
El último pueblo indígena amazónico contactado, digamos que pacíficamente, fue el que llamamos Waorani. Eso comenzó a suceder con algunos de sus clanes en 1958. Entonces los Waorani eran algo menos de 500 personas y poseían aproximadamente 2.000.000 de hectáreas en la parte noroccidental de la Amazonía ecuatoriana fronteriza con la parte norte de la peruana. El Estado jamás se había ocupado por la existencia de esos indios a quienes todos llamaban aucas (salvajes); ni siquiera se hacía presente en la zona perdida en su propia inaccesibilidad y misterio. Pero todo cambió con el descubrimiento allí de alguno de los mayores yacimientos de petróleo. La petrolera nacional CEPE (Corporación nacional del petróleo ecuatoriano) en consorcio con la norteamericana Texaco, ocuparon rápidamente, no sin violencias y muertes sucesivas, el territorio Wao. Al mismo tiempo, Estado y petroleras alentaron a una misión evangélica para reducir a los Waorani en una concesión inicial (1969) de apenas 16.000 hectáreas. En 1983 se les adjudicó un área de 66.570 has. con el nombre de Protectorado Waorani.
Solamente el ascenso de la conciencia indígena, la organización creciente de sus diferentes pueblos y la ayuda de grupos sociales vinculados a los derechos indígenas (tales como ecologistas, antropólogos y algunos misioneros), permitieron, en una larga y dura pugna con los sucesivos Gobiernos de la nación, la ampliación de la territorialidad Wao y el reconocimiento estatal (al menos sobre el papel) de sucesivos derechos. En el presente los Waorani contactados suman más de 2.000 personas y la concesión territorial última es de 809.339 hectáreas. Sin embargo hay que señalar que buena parte de ellas están comprendidas dentro del Parque Nacional Yasuní, con categoría internacional de Reserva de la Biosfera. Además se ha de apuntar otro dato capital: seis grandes bloques petroleros operan en la práctica totalidad de su territorio. Por descontado los Waorani no tienen reconocido ningún derecho, como pueblo poseedor del territorio ancestral, a negociar la explotación de esa riqueza, ni tampoco a percibir una parte equivalente de la misma. El resto de su antiguo territorio está repartido entre otros pueblos indígenas y la colonización rampante que conquistó la selva siguiendo las vías petroleras.
El del territorio Wao es un caso paradigmático en cuanto a la relación entre Estado y derechos indígenas. Ha pasado de ignorarlos totalmente y cometer contra ellos los mayores atropellos, hasta ir admitiéndolos de a poco, empujado por la presión indígena o social y la legislación internacional al efecto. De todas formas, ese reconocimiento es solo incipiente y mucho más teórico que real. Tanto el Estado como las principales fuerzas sociales o políticas blanco-mestizas siguen estando muy alejados de un compromiso de justicia con las reivindicaciones indígenas. Si eso sucede así con los derechos más antiguos y evidentes de las mayorías indígenas, podemos imaginar que el caso de los pueblos o grupos minoritarios ni siquiera era tenido en cuenta en la conciencia nacional. En Ecuador han desaparecido etnias, y no hace tanto de ello, sin que la sociedad moviera un músculo de su cuerpo moral [1]. En este punto, como veremos con los actuales pueblos ocultos, no se ha dado un avance demasiado significativo.
Ecuador es un país donde el reconocimiento étnico resulta dificultoso. Los últimos censos donde se preguntaba la tipificación étnica daban cifras muy bajas para el autoreconocimiento como indígenas, en cambio las cifras que baraja la CONAIE, insisten en que los indígenas son más del 30% de la población. Eso quiere decir seguramente que reconocerse como indígena no resulta satisfactorio desde el punto de vista de la valoración social.
Lo que no puede ponerse en duda es que la organización indígena es el movimiento social más organizado e influyente del país. Fue logrando, desde los años 60, organizar a cada uno de los pueblos indígenas, luego unirlos en Confederaciones regionales y, al fin, en la nacional, CONAIE. Desde luego no es nada sencillo organizar a grupos indígenas tan diferentes, ni pasar, como ha sucedido en alguno de esos casos, de un nivel tribal a otro federativo. No obstante lo han ido consiguiendo, si bien no puede decirse que sea un trabajo concluido.
CONFENIAE y CONAIE fueron instancias decisivas para conseguir presionar a los sucesivos gobiernos ecuatorianos en pro de la legislación, no ya de lotes individuales, sino de territorios indígenas amazónicos. Pasar de tierra a territorio, de clanes a pueblos, de grupos a nacionalidades, de súbditos a ciudadanos diferenciados con derechos específicos, etc. no significó tan solo un cambio de terminología sino de concepto y significado profundo. En esa conquista cultural, política y legal las organizaciones indígenas han tenido un papel protagónico.
Sin embargo, como era de esperar, la travesía realizada, desde ser un peculiar e influyente movimiento social hasta su participación directa en la administración política, incluso la asunción de responsabilidades gubernamentales, significó, entre otras consecuencias, la intensificación de tensiones en su interior y, en definitiva, la parcial ruptura de su unidad. Resulta natural que en una situación como esa, donde las grandes mayorías indígenas tensan sus intereses entre sí, fueran precisamente los pueblos minoritarios quienes vieran desvanecerse sus reivindicaciones locales entre los intereses prioritarios de CONAIE. Cosa que veremos reflejada en la problemática última sobre los grupos ocultos amazónicos.
Un breve apunte sobre la última Federación indígena amazónica creada y luego adherida a CONAIE. La Organización de la Nacionalidad Waorani en la Amazonía Ecuatoriana (ONHAE) había iniciado su dubitativa existencia apenas en 1990. Pasar de una cultura de clanes nómadas a un sistema organizativo de ese tipo parece un salto demasiado audaz para hacerlo en breve. Además no fueron la organización indígena regional amazónica (CONFENIAE) ni tampoco la nacional (CONAIE) quienes acompañaron ese lento camino hacia la articulación, sino principalmente los intereses petroleros, que necesitaban con urgencia interlocutores válidos para negociar su actividad en el territorio Wao, quienes tutelaron de forma notoria ese supuesto ascenso organizativo. De ahí la paulatina deslegitimación de los dirigentes de ONHAE, cada vez menos interesados en sus poblados y más en los negociados afuereños, así como la inhibición y lejanía de los dirigentes indígenas nacionales sobre la problemática Waorani, tan ajena para ellos que hasta hoy no sabrían colocar sus poblados en un mapa ni siquiera de forma aproximada. De modo que la organización indígena replicaba en esto de forma paralela la fórmula estatal: aparentar atención por algo que ni por asomo se conocía o interesaba de verdad.
Ecuador ha reaccionado sobre este tema de los pueblos ocultos sólo cuando ha sido requerido por alguna instancia internacional. Y eso ha tardado en suceder. La primera mención a los derechos de los Tagaeri-Taromenane y otros grupos sin contacto quedó reflejada en el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humano de 1997. Poco después un Gobierno que resultó efímero reaccionó de la forma grandilocuente y llena de la falsedad usual en estos casos. Dio una respuesta inmediata, aparentemente enérgica, pero que sólo estuvo sobre un papel, nunca se hizo real. En todo caso es el primer documento oficial ecuatoriano donde se hace mención a esos pueblos.
El 2 de febrero de 1999 se promulgó en el Registro Oficial, el Decreto Ejecutivo 552, mediante el cual se creó la Zona Intangible en el Parque Nacional Yasuní para proteger a los pueblos ocultos, Tagaeri-Taromenane, que habitan en la zona. Pero luego de siete años, no solo que no se ha demarcado, sino que de intangible no queda sino el nombre. La zona intangible, el Parque Nacional, el territorio Waorani y el territorio en el que habitan los pueblos Tagaeri y Taromenane han sido violados continuamente. Ni siquiera las categorías de Parque Nacional o de Areas Protegidas, que supuestamente son categorías máximas de conservación, se han respetado. Sus fronteras se han movido de acuerdo a los intereses del petróleo y a las coyunturas políticas.
Desde la fecha del Decreto, aproximadamente 700.000 Ha de la zona sur del Parque (equivalente al núcleo del Parque Nacional Yasuní y territorio Tagaeri-Taromenane) se considera Zona Intangible mediante Decreto Presidencial N° 552 del 29 de enero de 1999, esto significa que esta área está vedada a perpetuidad para operaciones extractivas de recursos naturales. En el Decreto se establecía que la Zona Intangible (ZI) del Yasuní debía delimitarse en un plazo de seis meses. Pero a nadie importó que se vencieran los plazos sin que se hiciera efectivo el Decreto.
El mes de junio del 2003, después de una gran matanza de mujeres y niños Taromenane, representantes de CONAIE decidieron demandar al Gobierno la conformación de una comisión técnica para demarcar definitivamente la zona intangible
. Pero nadie dio un paso más y fue una petrolera, EnCanEcuador S.A (Encana), la que solicitó a los ministros de Energía y Ambiente que se delimite la Zona Intangible y ofreció apoyar con la logística en el proceso (15/10/2003).
Desde entonces han pasado más de dos años de un proceso que todavía no ha dado ningún resultado positivo.
El 8 de septiembre de 2006, el Ministerio del Ambiente sometió a consulta el decreto y los límites definitivos en una asamblea con 200 representantes del pueblo Waorani realizada en Coca; es decir, hizo público el borrador del Decreto Ejecutivo que debía firmar el presidente Alfredo Palacio. Pero ese mismo día, una carta firmada por el vicepresidente encargado de CONAIE, Miguel Guatemal, circuló en la reunión. En ella se rechaza el proceso de delimitación de la Zona Intangible, así como su creación, siete años atrás, a pesar de que ellos mismos la habían solicitado en el año 2003.
La organización indígena no propone en su carta ninguna alternativa a la ZI, ni hace propuesta alguna para la protección de los grupos ocultos. Por otro lado, a nadie se le escapaba que la ONHAE es parte integrante de CONAIE; sin embargo, una unánime decisión de ésta contra la ZI del pasado mes de julio estaba siendo ahora obviada por los dirigentes Waorani haciendo caso omiso a lo acordado por la Confederación. En resumen, mientras en su carta oficial CONAIE amenazaba con una demanda en la Corte Penal Internacional si se seguía adelante con el procedimiento, parte de sus integrantes y los más interesaos en ello, los dirigentes de la ONHAE, parecían aceptar ahora muy gustosamente lo ofertado por el Estado. De modo que ahí teníamos escenificada, una vez más, la dificultad indígena para conseguir una organización que concilie de manera adecuada los intereses de sus dirigentes nacionales, sensibles sobre todo a las ganancias políticas de los fuertes grupos indígenas serranos, con las urgencias concretas de sus bases amazónicas.
En resumen, la supuesta ZI, que no tiene hasta hoy límites sobre el terreno, ha sido en parte ocupada por concesiones estatales petroleras, además de quedar dentro de la zona protegida (sólo en teoría) del Parque Yasuní y en buena parte en territorio dado ya a los Waorani. Una zona, por tanto, sin ninguna protección y recorrida por otras personas sin control y con intereses muy variados: el ejército y sus operaciones de contraguerrilla o entrenamiento; un sin fin de pequeñas empresas turísticas con o sin registro; madereros ilegales en alianza con Waorani ávidos de plata; cazadores indígenas vecinos que tomaban ese territorio como despensa habitual; investigadores de toda laya, etc. No es de extrañar que se hayan multiplicado los choques entre invasores de varios tipos con los grupos ocultos.
El más grave de los choques conocidos se produjo a finales de abril de 2003. Nueve Waorani bien conocidos, impulsados por sentimientos de venganza a causa de un incidente anterior y con toda probabilidad también con incentivos de los madereros ilegales que les proporcionaban dinero fácil, asaltaron una casa Taromenane, matando a disparos y lanceando después a todos a quienes atraparon. Se registró la muerte de al menos 15 mujeres y niños, más un hombre impedido a quien cortaron la cabeza que trajeron como trofeo [2]. Sin duda, varios más fueron heridos de bala y morirían en su posterior huída por la selva.
Ecuador es un país donde las matanzas colectivas son cosa muy rara. De hecho no se había dado una de ese calibre desde hacía docenas de años. ¿Cómo reaccionó el Estado, sus instituciones, las organizaciones indígenas y, en fin, la misma sociedad ante una masacre de mujeres y niños? Sin mayor interés [3]. El Gobierno, ninguno de los miembros de su gabinete, pareció darse por enterado. El Fiscal de la provincia de Pastaza, en cuyo territorio ocurrió la aniquilación fue al lugar del suceso, tomó pruebas y no hizo más. Poco después declaró que al no tener cédula de identificación los asesinados, no podría avanzar con su expediente.
ONHAE y CONAIE, sin investigar o conocer a fondo el caso, ni reconocer que los asaltantes eran miembros de sus organizaciones, se pusieron de acuerdo en varias operaciones de distracción que resumiremos en:
En resumen: una vez más, las declaraciones fueron fuegos de artificio, demagogia en estado puro. Los agresores no solo fueron perdonados, tampoco se puso en cuestión su relación con el negocio ilegal maderero donde ellos mismos medraban. Las organizaciones indígenas se dedicaron de inmediato a otros asuntos y ONHAE se mostró incapaz de controlar a sus propios clanes. Por tanto los incidentes sobre el terreno continuaron.
Un resultado positivo del penoso incidente fue la discusión en un foro electrónico sobre el caso en torno a si se dieron las condiciones o no para ejercer la llamada justicia indígena. Sobre todo la conformación de una plataforma ciudadana bajo la forma legal de Veeduría de los Pueblos Ocultos en la cual algunas instituciones interesadas comenzaron una reflexión pública sobre el caso, un cierto seguimiento de la situación y una progresiva exigencia ante el Estado para que cumpliera sus compromisos con la zona.
Ya dijimos arriba que tras esa fecha se reinició el proceso para la delimitación de la llamada Zona Intangible. Entre tanto, en la selva se sucedían los asaltos. A finales del 2003, se habían recogido informaciones fiables sobre el exterminio de otro clan Taromenane; esta vez seguramente por una enfermedad de contacto contraída al llevarse objetos de turistas o petroleros. En mayo de 2005 CICAME y la Veeduría habían presentado en el Foro para los Pueblos Indígenas en Nueva York el caso por medio de un documento específico (Pueblos no contactados ante el reto de los Derechos Humanos) [4], escrito por organizaciones ecuatorianas y españolas y un vídeo (Pueblos ocultos. A un paso de la extinción). En agosto de 2005 unos madereros mestizos que trabajaban en colaboración con clanes Waorani fueron lanceados durante su explotación; uno de ellos murió atravesado por más de 30 lanzas Taromenane. No se dio ninguna reacción institucional ante el hecho. Sólo la Veeduría agitó públicamente la necesidad de controlar la zona y ejecutar medidas de protección. En abril de 2006 los madereros mestizos, que no cejaban en su empeño de internarse en la selva donde ya se conocía de la existencia de esos grupos ocultos, fueron lanceados de nuevo, con el resultado de dos heridos graves y un muerto. Un grupo Wao, que se lucraba de la madera, realizó de inmediato una entrada contra los asaltantes Taromenane, saqueando una de sus casas. Se habló mucho de una nueva matanza, pero esta vez los asaltantes fueron extremadamente discretos y no se pudo probar nada.
Tanto las reacciones de las autoridades gubernamentales o jurídicas, como las propias de las instituciones indígenas, siguieron siendo muy poco informadas y eficaces. Pero este último suceso coincidió con la presencia en Ecuador de Rodolfo Stavenhagen, Relator para los pueblos indígenas de Naciones Unidas, y por tanto le dio otro cariz a la agravada situación. Organizaciones cívicas como la Veeduría y otras indígenas, tal que CONAIE, presentaron al relator informes sobre la grave situación que de nuevo estaba en la prensa pública. Hubo incluso una denuncia ante la Organización Latinoamericana de Derechos Humanos que fue admitida y, por tanto, el Gobierno fue requerido para informar oficialmente sobre el caso.
Dentro de un Estado tan débil, fluctuante y confuso como es el ecuatoriano, una de las actitudes más consistentes de sus últimos gobiernos ha consistido en no hacerse cargo nunca, ni enfrentar jamás, sus obligaciones con los pueblos ocultos orientales. En eso sí han sido coherentes y sistemáticos. Durante muchos años han defendido que no existían, o se han hecho sin más los distraídos; desde la matanza del 2003 y las otras sucesivas agresiones, eso ya no era posible, pero entonces lo han sustituido por gestos ampulosos aunque sin contenido alguno. Apariencias de actuación junto a un tenaz olvido.
El Estado ha creído que esos problemas de la selva pueden sustanciarse mejor sin su intervención, dejando que actúe la miseria que allí existe, de modo que pequeñas bandas de madereros ilegales, trocheros petroleros, o clanes indígenas sin escrúpulos, puedan en definitiva limpiar la selva de sus últimos habitantes de cultura ancestral y, por tanto, dejar después expedito el campo para la aplicación de unas leyes menos complejas, sin tanto contenido étnico. Su política ha consistido principalmente en dar tiempo a ese tiempo de destrucción que impera en la frontera selvática. En ese campo se ha distinguido sobre todos el cinismo de los mandos militares, con unos antecedentes muy poco dados a respetar los derechos indígenas y más bien inclinados a soluciones drásticas. Cosas estas bien demostradas en los recientes relatos históricos.
De hecho en la preparación técnica para esta última medida sobre la ZI, el Gobierno no ha hecho el más mínimo esfuerzo por saber quiénes, cuántos y cómo son los pueblos ocultos. Refugiarse en la obviedad de que no puede consultarlos no invalida la evidencia: existen ya muchos datos sobre ellos entre sus vecinos, por no hablar de los resultados del rastreo minucioso de la selva a través de los satélites, en manos de las compañías petroleras y el ejército, más todo el arsenal de datos antropológicas que algunas instituciones reunieron hasta hoy. Pero sistematizar todo eso no ha interesado nunca, porque saberlo hubiera significado haber tenido que modificar sustancialmente los linderos de las concesiones petroleras en curso, hubiera exigido concesiones de mucho más calado al Gobierno y, con ello, hubiera abierto un debate público, político y legal, sobre la legitimidad de los derechos de tales grupos que no estaban dispuestos a encarar. De modo que se abrevió hasta hacerla desaparecer la consulta ciudadana y ya vimos como, en vez de consulta y debate sistemáticos con sus vecinos Waorani, se hizo esa pantomima de socialización el pasado día 8. Una vez más, las apariencias sustituyendo a la verdad.
Pero hay más. Por si la novísima y por fin linderada ZI, pese a su disparatada preparación, pudiera servir de algo, en cuanto a orden y protección efectiva, se ha ideado en su mismo interior un mecanismo para hacerla del todo inaplicable. Pues el Directorio encargado de la aplicación práctica de las medidas en la ZI o su Zona de Amortiguamiento ha sido diseñado (lo forman nada menos que cinco Ministros de Estado, entre otros) para que no pueda reunirse nunca y, si lo hicieran por un extraño azar, no hubiera acuerdo y, claro está, nadie saliera responsable de ello. Distribuir la responsabilidad entre tantos es como echarla al viento. Porque eso es, una vez más, lo que en el fondo significa esta última comedia del Estado ecuatoriano.
¿Y qué han hecho entre tanto las organizaciones indígenas? La CONAIE, ya lo dijimos, metida en mayores asuntos políticos y en recientes peleas internas, olvidarse del asunto y mantener respecto a la situación de esos pueblos olvidados al menos el mismo desinterés del Estado. Ante todo descuidó la asesoría y el acercamiento continuo a ONHAE que, dada la bisoñez de sus dirigentes y su imposibilidad para comprender el complejísimo ajedrez donde se mueven sus intereses, ha resultado presa fácil para un sin fin de asesores de lo más variopintos, desde los funcionarios estatales o petroleros a los pintorescos o a veces peligrosos representantes de ONGs ambientalistas o cazadores de fondos en el tema de recursos naturales. ONHAE ha ido negociando con unos y otros, diciendo sí y no al mismo tiempo, según les diera el aire, firmando con unos y los contrarios, siempre con tinta simpática, acuerdos que duraban horas, hasta llegar a esa escenificación de la incoherencia organizativa en la ya citada asamblea del 8 de octubre de 2006 donde decían sí a lo que su organización nacional rechazaba de la manera más enérgica. En definitiva la CONAIE, acuciada por las urgencias de su entrada como parte en la política gubernativa y después por las brechas abiertas tras su fracaso, no ha podido hacerse cargo de este problema, ni siquiera hacer por entenderlo. Hasta el presente hablan de él como quien ha oído campanas y no sabe dónde, de modo que se limitan a decir no a la ZI, a amenazar con denuncias sin que haya de su parte ninguna propuesta alternativa coherente.
Tampoco las demás instancias de la sociedad civil les ayudaron mucho. En los partidos políticos, de un lado al otro del arco ideológico, jamás, ni siquiera como excepción, los derechos de los grupos ocultos han estado presentes alguna vez en sus reclamaciones u objetivos. En la Amazonía del nororiente ecuatoriano donde suelen ser frecuentes los alzamientos populares con listas interminables de reivindicaciones concretas, nunca hasta hubo una sola referida a los propietarios originarios de toda esa selva que han sido despojados de ella por todos, mestizos e indígenas, hasta el punto de vivir en el filo de su extinción física.
Es cierto, como dijimos arriba, que en los tres últimos años, algunos pequeños segmentos de la sociedad han levantado su voz contra este atropello nacional que violenta sus propias leyes, pero han sido pocos y de muy efímera presencia pública. Tampoco la prensa ha hecho un seguimiento ni siquiera medianamente sistemático de esta problemática, todo lo más lo trata en sus páginas de sucesos o anécdotas selváticas, cuando no en apartado destinado a las crónicas rojas.
De modo que podríamos concluir que la situación de los pequeños grupos indígenas ocultos en la Amazonía ecuatoriana cumplen sus últimos días, eso los que sobreviven, que son cada vez menos. Y no se ve por ahora ninguna reacción suficiente, en sus instituciones o la sociedad, que haga vislumbrar un cambio sustancial del seguro camino hacia donde los han encaminado. La perspectiva de unos pueblos que ni se conocen ni se quiere hacerlo, que casi nadie los valora ni echará en falta cuando desaparezcan del todo. Un final que, si no se toman enérgicas medidas inmediatas, no parece lejano.
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