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¿Hace agua la Constitución de Montecristi?

Alberto Acosta

Quito, 18 de julio de 2009

Al cumplirse un año de mi renuncia a la presidencia de la Asamblea Constituyente me pregunto cuánto hemos avanzado en el proceso constituyente. Seguramente esta pregunta se habrán hecho, con frecuencia, muchas personas en el país.

Renuncié, en última instancia, porque me quedé sin apoyo de la cúpula del movimiento Acuerdo País debido a mi intención de extender por un par de semanas el trabajo de la Asamblea Constituyente. Es cierto que con esta decisión habríamos violentado el mandato popular en cuanto al plazo establecido para la Constituyente. Pero el apuro en aprobar los textos constitucionales, sacrificando el debate democrático, me parecía inaceptable. Tampoco habría tramitado aceleradamente una serie de leyes y mandatos, tal como se hizo en el último mes de la Asamblea, sacrificando la discusión de la nueva Constitución. A la luz del tiempo transcurrido, viendo los problemas que surgieron por la prisa y las arbitrariedades cometidas en los últimos días en la Asamblea, me ratifico en que dicha postergación habría permitido alcanzar una mejor calidad en el debate y en el texto final.

Sin embargo, a pesar de esas dificultades, y de lo doloroso que fue para mí no terminar el debate constituyente al frente de la Asamblea, sigo profundamente convencido que hicimos un trabajo comprometido con la historia. Elaboramos, con una amplísima participación ciudadana, al menos en los siete primeros meses, una Constitución en la que se reflejan muchísimos anhelos de la gran mayoría de la población. Esta es la Constitución más ecuatoriana de todas las que hemos tenido. Y podría ser, dependiendo de la sociedad, una de las que propicie la mayor revolución ciudadana de nuestra historia.

Toda Constitución sintetiza un momento histórico. En toda Constitución se cristalizan procesos sociales acumulados. Y en toda Constitución se plasma una determinada forma de entender la vida. Una Constitución, sin embargo, no hace a una sociedad. Es la sociedad la que elabora la Constitución y la adopta como una suerte de hoja de ruta. Además, una Constitución no puede ser simplemente el resultado de un ejercicio de jurisprudencia avanzada, vista desde la lógica de los entendidos en materia constitucional. Tampoco una Constitución puede ser el producto de un individuo o grupo de individuos iluminados. Una Constitución, más allá de su indudable trascendencia jurídica, tiene que ser un proyecto político de vida en común, que debe ser elaborado y puesto en vigencia con el concurso activo de toda la ciudadanía.

Desde esta perspectiva, la Constitución, redactada en Montecristi, fiel a las demandas acumuladas, consecuente con las expectativas creadas, se proyecta como medio e incluso un fin para dar paso a cambios estructurales. En su contenido afloran múltiples propuestas para transformaciones de fondo, construidas a lo largo de muchas décadas de resistencias y de luchas sociales.

Luego de la aprobación de la Constitución continúa el proceso constituyente. Un proceso que exige una mayor y más profunda pedagogía democrática, así como una sociedad que impulse la consecución de los logros constitucionales, que los defienda y los cristalice en leyes, instituciones y políticas. Esto implica un proceso de creciente participación ciudadana, es decir de constitución de ciudadanía.

La consolidación de las normas constitucionales, coherentes con el cambio propuesto, es una tarea que convoca a todos los ciudadanos y las ciudadanas del campo y de la urbe a seguir caminando por la senda de la discusión y participación democráticas; de ser preciso, incluso de la movilización. Nos toca apoyar los cambios en marcha. Pero también hay que impedir que, a través de las nuevas leyes e instituciones, se trate de vaciar de su contenido histórico a la Constitución.

Hoy, mirando a la distancia, queda claro que el retiro del apoyo a mi gestión debilitó el ejercicio democrático y la participación ciudadana en las últimas cuatro semanas de trabajo de la Asamblea. Y, lo que es preocupante, este limitado ejercicio de participación democrática parece que se ha convertido en el modus operandi para consagrar la mayoría de leyes derivadas de los diversos principios constituyentes.

Son varios los casos que podría mencionar. Sin minimizar las cuestiones de fondo, aquí destaco también cómo se pone en riesgo el principio constitucional básico de la participación ciudadana, que es a su vez la esencia de la revolución ciudadana.

La ley de minería fue impuesta. Prácticamente no hubo debate. Es más, se reprimió a los opositores que solicitaban abrir espacios para el diálogo.Tampoco se respeto el derecho de los indígenas y afroecuatorianos a ser consultados antes de la adopción de una medida legislativa que pueda afectar cualquiera de sus derechos colectivos, tal como manda la Constitución. No se garantiza el derecho al consentimiento previo para los pueblos y nacionalidades indígenas, consagrado (indirectamente) en la Constitución, a través de la incorporación de todos los instrumentos internacionales que tienen que ver con los derechos humanos. La ley no aborda en profundidad temas cruciales como el de la minería artesanal. Si bien la nueva ley supera muchas de las aberraciones del marco jurídico anterior, ésta no se ciñe completamente a los principios de la nueva Constitución, ni se inspira en los principios fundamentales del Mandato Minero. Con esta ley, a la postre, se da oxígeno a un modelo primario-exportador, cuyas patologías las sufrimos desde los inicios de la república. Tan es cierto lo que expreso, que varios asambleístas de la bancada oficialista la aprobaron con dolor.

A más de la ley de Minería, se puso en vigencia una ley de soberanía alimentaria que apenas traza la cancha del manejo agrario a grandes rasgos, pero que no se compromete con los principios constitucionales, sobre todo para que el Estado garantice dicha soberanía. Es más, dicha ley fue vetada afectando gravemente algunos de los pocos puntos rescatables, como son, entre otros, la necesidad de impulsar una redistribución equitativa de la tenencia de la tierra; exceptuar la reversión de los manglares ilegalmente ocupados por empresas camaroneras alegando supuestas razones socioeconómicas; levantar la prohibición de utilizar cultivos agroalimentarios en la producción de biocombustibles; al tiempo que se permite entregar subsidios a los grandes terratenientes. Igualmente se levantaría la prohibición constitucional al ingreso de organismos o tecnologías que atentan contra la salud y la biodiversidad; por ejemplo, se facilitaría el ingreso de granos transgénicos, inhabilitados para la germinación, con lo que se abriría la puerta a una de las tecnologías más nocivas del momento: las semillas conocidas como Terminator. Tampoco se crean las condiciones para cambiar la lógica de acumulación en el campo, centrada en los agro-negocios, y que consolida un modelo agro-exportador concentrador.

Está en discusión una ley de seguridad nacional que reconoce como áreas reservadas de seguridad aquellas en donde hay recursos naturales considerados como estratégicos, incluyendo agua y biodiversidad. De esta manera se quiere asegurar un mayor control estatal (sobre todo policial y militar) en esas regiones, debilitando los derechos colectivos de los pueblos que habitan en ellas. Se plantea que las comunas, pueblos y nacionalidades indígenas requieren una regulación especial por el mero hecho de encontrarse en esas regiones. Preguntémonos qué significa readecuar la doctrina de seguridad nacional, como si fuese posible maquillar esa estructura jurídica e institucional que azotó a Nuestra América. Resulta significativo que no se mencione mayormente el tema de la seguridad ciudadana, que es de lo que más se quejan diariamente ciudadanos o ciudadanas, que no se mencionen temas básicos como el control de armas, el control de servicios de seguridad privados, entre otros. Resulta también significativo que en los considerandos se mencione el tema de la seguridad humana, pero que el articulado no se lo desarrolle.

Se prepara, en paralelo, una ley del agua que al parecer no cristalizará todo lo que significa la declaratoria constituyente de asumir al agua como un derecho humano fundamental, que prohibió su privatización. El proyecto de ley no consolida una Autoridad Única del Agua, con capacidad para resolver de forma integral el manejo del agua, asegurando la participación ciudadana. No se cumpliría siquiera con la disposición constitucional de realizar una auditoría integral de todas las concesiones de agua, orientada a acabar con aquellas situaciones de concentración del agua en pocas manos. Para colmo esta ley, violentando la Constitución, pasaría a formar parte de un código ambiental, donde se considera al agua como un mero servicio a ser mercantilizado, tal y como ha sido la pretensión de los tratados de libre comercio. Con este código, que rescata los principios neoliberales de la fallida ley de biodiversidad, se pretende abrir la puerta a la privatización (al menos indirecta) del agua. Este código ambiental sepultaría los derechos de la naturaleza, que han sido aplaudidos dentro y fuera del país, pues promulga la privatización de la naturaleza y sus servicios, de las áreas protegidas y de la biodiversidad.

A lo anterior se suma la ley orgánica de la función legislativa. Allí se consagraría que en un solo debate en el pleno, es decir con 63 votos se aprobarían las leyes elaboradas por el ejecutivo; de lo contrario entrarían en vigencia por el mandato de la ley. Con este último proyecto de ley se desbaratan varios acuerdos alcanzados durante el debate constituyente. Para muestra dos botones. Con este sistema se podría propiciar la introducción de productos transgénicos, así como las operaciones petroleras, mineras e incluso forestales en áreas protegidas. Recuerdo, sobre todo, aquellas reuniones con los asambleístas de nuestro bloque, en las que participó el mismo presidente de la república, en las que acordamos muchos de los puntos medulares de la Constitución ahora amenazada. La premisa era que este tipo de decisiones se tome con mesura, reflexión y análisis adecuados.

Parecería que la Constitución, aprobada por el pueblo ecuatoriano en una campaña que contó con el apoyo entusiasta del gobierno y del propio presidente de la república, comienza a ser vista como una incómoda camisa de fuerza por parte de algunas personas en el gobierno... asoma una intencionalidad para minimizar los mayores logros constitucionales en campos sustantivos como la participación ciudadana, los derechos colectivos y los derechos de la naturaleza. Parecería también que se quiere instaurar un modelo de control territorial con una creciente influencia estatal, orientada a la mercantilización de la naturaleza y sus recursos, con limitados espacios de participación social.

A pesar de esta preocupante situación, aún estamos a tiempo para hacer realidad la vigencia de la Constitución y la democracia. La sociedad -sobre todo aquellos grupos que han impulsado y apoyado con tanto entusiasmo este proceso de cambios- debe presionar para que se cumpla con la Constitución, ampliando los espacios y los plazos para los debates de leyes tan importantes. La revolución ciudadana, cuyo principal logro ha sido impulsar la Constitución de Montecristi, ha demostrado suficiente capacidad para llevar adelante un hasta hace poco impensable proceso de transformaciones. Sin negar que falta mucho por hacer aún y que se han cometido lamentables equivocaciones, basta ver los avances conseguidos impulsando una política exterior soberana, una nueva y efectiva integración regional, la liberación del país de la presencia de tropas extranjeras, la recuperación de espacios de autonomía en el manejo económico, la ampliación cualitativa de los servicios de salud y educación, la eliminación de la precarización laboral, la transformación del poder judicial, la creación del poder electoral, la ampliación efectiva de varios derechos ciudadanos a favor de los emigrantes e inmigrantes, para mencionar apenas algunos logros que se sintonizan con el espíritu constituyente.

En el ámbito constitucional rescatemos algunos de sus elementos fundamentales. El principio pro homine, que supone el respeto integral del ser humano y sobre todo, supone que en caso de duda la persona será la medida para la toma de la decisión de la autoridad pública. Los derechos de la naturaleza le colocan al Ecuador en la vanguardia mundial del reconocimiento del entorno vital, como complemento inseparable de los derechos humanos. La motivación de los actos, para que la función pública responda motivadamente a la razonabilidad social de las medidas tomadas antes que a la supuesta razón de Estado, detrás de la que, con frecuencia, se oculta el interés de los poderosos grupos oligárquicos. Con el reconocimiento de la plurinacionalidad nos reencontramos en un Estado, que siendo único en su soberanía y territorialidad, reconoce e incorpora las distintas naciones originarias y ancestrales que forman parte del Ecuador; reafirmando que esa convivencia, sin relaciones coloniales de poder, supone un permanente proceso de interculturalidad. Y por cierto el derecho a la resistencia, en tanto cláusula que fundamenta el espíritu del nuevo Estado Constitucional de Derechos y Justicia, ya que legitima a la ciudadanía para defender a través de la resistencia su Constitución; un derecho concebido no para oponerse, sino para favorecer las cristalización de los principios transformadores de la nueva Constitución.

La responsabilidad de la sociedad, nuestra responsabilidad, es grande y compleja. Estamos ante el imperativo de apoyar el proceso de transformaciones en todos aquellos aspectos coincidentes con el mandato de la Constitución, pero también para oponernos a aquellos que lo contradigan. No nos olvidemos que hay que construir democráticamente una sociedad realmente democrática, fortificada en valores de libertad, igualdad y responsabilidad, practicante de sus obligaciones, incluyente, equitativa, justa y respetuosa de la vida. Una sociedad en la que sea posible que todos y todas tengamos iguales posibilidades y oportunidades, donde lo individual y lo colectivo coexistan, donde la racionalidad económica se reconcilie con la ética y el sentido común, donde los derechos de la naturaleza sean una realidad práctica, donde el Estado plurinacional sea consustancial al buen vivir.

Hoy, una vez más, y tal como concluí cuando renuncié hace un año a la presidencia de la Asamblea Constituyente, cabe el reclamo histórico de Eloy Alfaro:

¡Todo para la patria, nada para nosotros!

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