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Una propuesta para Ecuador y para el mundo

Jürgen Schuldt

La Insignia

28 de mayo de 2007

Nadie en su sano juicio le propondría a gobierno alguno –y menos a uno en cuyo derredor campea la miseria– que deje sin explotar los recursos petroleros o mineros que posee en el subsuelo. Sin embargo, el economista Alberto Acosta (ministro de Energía y Minas del Ecuador), ha propuesto esta aparentemente peregrina idea para determinados lotes de petróleo ubicados en la Amazonia, a pesar de los elevados precios del crudo y recordando que un tercio del presupuesto nacional se basa en esas exportaciones.

En su propuesta, apoyada por el presidente Rafael Correa, se trataría de dejar de explotar un bolsón de petróleo, calculado en 920 millones de barriles (el 40% de los cuales son reservas probadas) a lo largo del próximo cuarto de siglo. El yacimiento está ubicado en la zona selvática de Ishpingo-Tambococha-Tibutini (ITT) de las provincias de Pastaza y Napo, próximos a la frontera noreste del Perú, y abarca nada menos que un millón de hectáreas de bosque húmedo del Parque Nacional y Reserva de la Biósfera Yasuní, declarado como tal por la UNESCO en 1989.

Por supuesto que estamos hablando de cifras multimillonarias. Si una empresa (privada o pública, nacional o extranjera) explotara ese pozo, el más grande del Ecuador, en los siguientes 25 años producirían un valor bruto de nada menos que 29.000 millones de dólares (que ciertamente habría que recalcular en términos de valor presente), que le generarían utilidades netas por valor de 18.000 millones. Anualmente, estas últimas equivaldrían a un promedio de 720 millones de dólares, asumiendo un precio de 32$ por barril (recuérdese que se trata de crudo pesado) y un costo unitario de 12$.

Partiendo de esos datos, lo que el gobierno ecuatoriano exige es que se le pague anualmente apenas la mitad de esas utilidades netas por el hecho de mantener enterrado el oro negro. Esa cifra no deriva de un capricho, sino que se obtiene de la estimación –que aquí no viene al caso– de los costos de oportunidad de la conservación y los de la pérdida de servicios ambientales en ese ecosistema. Ese dinero se recaudaría, tanto por el patrocinio de la comunidad internacional para asegurar la condonación de parte importante de la deuda externa multilateral (cercana a los 5.000 millones de dólares), de la bilateral y de la que tiene con el Club de París (800 millones), como de donaciones de gobiernos, ONG y personas que apuestan por la iniciativa. Con ese financiamiento se crearía un fondo de compensación, manejado quizás por un organismo internacional, de preferencia ambientalista, a través de un fideicomiso, destinándolo a obras sociales, de ecoturismo, de conservación del medio ambiente y para el desarrollo de fuentes alternativas de energía.

¿A guisa de qué se pide ese monto de dinero, que tampoco es una fortuna? Básicamente, según la contundente argumentación del ministro, porque ello permitiría evitar los problemas que la explotación petrolera generara durante las últimas cuatro décadas en el país, especialmente en la zona de Lago Agrio, a cargo de Texaco. En efecto, en este nuevo caso se arruinaría la flora y fauna de la zona, se envenenarían las aguas y tierras –es decir, el sustento y la salud– de los colonos, a la vez que se desintegraría a las comunidades nativas huaorani que ocupan la zona (básicamente las etnias Tagaeri y Taromenane). A pesar de no tener voz y voto, con lo que no le rinden rédito político alguno al gobierno, éste viene asumiendo su defensa. Por otra parte, en estrecha relación con el cuidado de la biodiversidad, tienen todo el derecho a que se les pague por el oxígeno que genera el bosque húmedo, evitando que –por el consumo de esa mayor producción petrolera– se agrave aún más el efecto invernadero; en este caso por la generación de CO2, externalidad negativa que ha sido valorada en 4.400 millones para todo el periodo. A lo que se añade el hecho que, de explotarse el crudo pesado, habría que invertir en una termoeléctrica y una planta de conversión para posibilitar su transporte, con lo que se añadiría una nociva carga adicional sobre el medio ambiente.

De esta manera, el gobierno ecuatoriano cumpliría con la necesidad –por todos compartida– de ocuparse de uno de los más importantes bienes públicos globales. Además, este esfuerzo, si tuviere seguidores que respetaran esos mismos criterios, al contribuir a aumentar el precio internacional, aceleraría los esfuerzos a escala internacional por sustituir energías sucias por otras menos dañinas. Éste es también el propósito del ministro, quien viene alentando la inversión en hidroeléctricas y, sobre todo, en energías alternativas, solar y eólica. Todo lo que no quiere decir que en otras zonas del país sigan explorando y explotando petróleo, siempre y cuando existan las condiciones para evitar los daños mencionados.

¿No creen que eso es suficiente para pedir esa pequeña suma anual de 350 millones de dólares a la comunidad internacional? ¿No es sumamente rentable ese gasto a cambio de que se respete el medio ambiente en un mundo que cada vez sufre más de la petrodependencia y su impacto sobre el clima? ¡Cuánto podríamos aprender en el Perú de este caso paradigmático –diría que hasta de repercusión mundial– que nos obliga a pensar más allá del estrecho horizonte de nuestras narices y que privilegia el verdor de nuestras selvas amazónicas frente al del dólar!

[fuente]
http://www.lainsignia.org/2007/mayo/ecol_001.htm

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