Madrid, 9 de octubre de 2006
Hace tiempo que no pongo la mano en el fuego por ningún proyecto político, y tampoco lo voy a hacer ahora. En tiempos de otros lenguajes y otras situaciones internacionales, se decía que el partido estaba allá donde estaba un militante; yo tomé la imagen por el reflejo y la interpreté, entre idas y venidas, de un modo poco marcial: las organizaciones políticas son simples instrumentos, desechables, de las ideas; que a su vez, sólo son instrumentos del individuo. Tan sencillo y, sin embargo, tan difícil de entender para tantos.
He visto unas cuantas crisis personales a cuenta de la desaparición o decadencia de organizaciones y de hasta grandes estructuras ideológicas. No desde fuera y como espectador, sino desde dentro. Comparto la racionalidad de unas cuantas; la preocupación de quien sabe que no hay cambios sin organización y que construir es bastante más difícil que destruir. Rechazo la irracionalidad de la mayoría; la angustia emocional de quien se resiste a perder referencias vitales, profesionales, incluso un clan. Esos sentimientos, tan respetables como necesarios en otros ámbitos, pueden ser contraproducentes en política; convierten a las personas en rehenes de estructuras, sin necesidad de que intervengan grandes palabras como poder y dinero. Las llevan al sacrificio. De las propias ideas, de sí mismos y a veces de otras personas.
La izquierda es simplemente, o debería ser en mi opinión, pensamiento dirigido a la libertad y la justicia. Si una estructura se opone a la evolución del pensamiento, no sirve. Y desde luego, no se debe confundir el pensamiento y la acción consecuente desde el plano de la izquierda con el pensamiento y la acción sometidos a la actividad de partidos o gobiernos. Especialmente cuando el cero de la escala del socialismo, que entiendo como democracia radical (política y económica), sólo se alcanza en unos cuantos países del mundo; el viejo Carlos estaba totalmente en lo cierto al establecer una relación necesaria con el desarrollo industrial y cultural. Por encima del cero casi no hay nadie; por debajo está la mayoría del planeta, incluidos unos cuantos que se incluyen en el grupo de los desarrollados y que ni siquiera llegaron al famoso Estado del bienestar socialdemócrata.
El continente americano se encuentra, casi íntegramente, en números negativos. Le faltan bastantes cosas; todas, aspectos de lo que se entendía por Estado moderno hasta que los neoliberales empezaron a subvertir el idioma: sistemas fiscales redistributivos, salud y educación pública universal y gratuita, bases productivas equilibradas y no sometidas exclusivamente al interés de unos pocos, derechos sindicales, a veces -cada vez menos, por suerte- derechos políticos, respeto a las minorías, etc. Ya se debería haber entendido que políticas progresistas son aquellas que acercan la consecución de esos fines; y reaccionarias, las que lo alejan. A partir de ese hecho, un gobierno que al final de su legislatura deje el país en mejor situación que antes, es un buen gobierno. Uno que hipoteque el futuro, es un mal gobierno. Uno que destroce el presente, es un gobierno desastroso. No se trata de alcanzar el horizonte, sino de concluir el ascenso a una cordillera que por cierto es condición del propio socialismo y que se llama revolución burguesa. Quien espere el paraíso en la Tierra allá donde se parte de alguno de los niveles del infierno, es idiota y un perfecto irresponsable. Como mínimo, juega con las expectativas de la gente. Juega con fuego.
El próximo 15 de octubre se celebran elecciones en Ecuador. No son unas elecciones corrientes, porque por primera vez en mucho tiempo existe la posibilidad de apoyar un proyecto que cambie el país, lejos de pasados experimientos populistas y del más de lo mismo neoliberal. Me refiero a la candidatura de Rafael Correa, que ha conseguido situarse en el primer lugar de las expectativas de voto y que incluso podría conseguir la victoria, por qué no, en primera vuelta. Los lectores de La Insignia lo conocen bien; hemos tenido ocasión de leerlo en estas páginas durante los últimos años y de conocer sus puntos de vista y propuestas a través de textos cuyo interés supera el marco de lo que es habitual en política. Pero para aquellos que todavía lo desconozcan en nuestros países, creo que la lectura de su ensayo El sofisma del libre comercio I (y II) puede resultar clarificadora.
Correa cuenta con bastantes puntos a su favor. El más importante, un equipo capaz que incluye a personas como nuestro compañero y amigo Alberto Acosta, un equipo alejado de las naderías a las que nos han acostumbrado estos tiempos. Pero también cabe esperar que, si los electores ecuatorianos le otorgan su confianza, sepa aprovechar y entender las lecciones de otros proyectos latinoamericanos similares -salvando las distancias- para no caer en los graves errores de forma y fondo que se han visto recientemente en gobiernos mimados, con mayor o menor justicia, por organizaciones progresistas internacionales.
Si fuera ciudadano ecuatoriano, sé cuál sería el sentido de mi voto. Es mucho más de lo que podría decir sobre otros países, incluido el mío: aunque no estoy entre los que exageran el peso moral de ese aspecto de la democracia y eligen la abstención por falta de opciones perfectas, hay ocasiones en que el grado de imperfección es inaceptable. Pero sea como sea, recordemos que el ejercicio de la ciudadanía es bastante más que votar. No se termina en una urna, y menos aún para los que buscamos una ampliación de los derechos democráticos. Precisamente por ello, considero que debemos enfatizar más el control y seguimiento de los proyectos políticos, la participación, la crítica (la crítica de verdad, no las palmaditas religiosas) y la necesaria independencia de los distintos sectores sociales, sin cargar tanto las tintas en actos primigenios. Un voto es sólo un principio, un gesto de confianza o incluso el beneficio de la duda; en Ecuador o en España. Si los gobiernos fallan, hay que castigarlos con nuestra acción. Si tienen éxito, merecen nuestro apoyo.
América tiene que recorrer caminos por donde algunos ya han transitado; no son trechos cortos, y están plagados de dificultades. Los que abusan de la esperanza en términos de reconstrucción ideológica del conjunto de la izquierda mundial, de algo que les devuelva la brújula perdida o acaso de nuevos iconos para su fe, harían bien en recapacitar y no añadir más peso a la carga del continente. Aquí no se trata de encontrar la salvación, ni respuestas que sólo pueden surgir de circunstancias más proclives a un concepto real y extendido de ciudadanía. Se trata de regenerar. De crear, como decía, Estados modernos. De sumar más laicismo, más ciencia, más derecho, más igualdad.
[fuente]
http://www.lainsignia.org/2006/octubre/ibe_021.htm
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