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El caso de la muerte de Julio García no avanza

Dimitri Barreto

Diario El Comercio, edición digital

Quito, 20 de marzo de 2006

El 19 de abril del 2005 es un tiempo intermedio. Julio García Romero, mi esposo, constructor de cambios, fotógrafo chileno, radicado en Ecuador desde hace 30 años, salvó la vida de un niño.

Lo hizo durante las manifestaciones del pueblo quiteño en contra de un desgobierno, de la corrupción y a favor de construir un Ecuador más digno.

Esa noche, luego de ese rescate, el Julio murió asfixiado por los gases lacrimógenos lanzados por las fuerzas represivas del gobierno miserable de Lucio Gutiérrez. Él y nuestras dos hijas van a ser mi fortaleza siempre, yo quiero vivir del testimonio de vida del Julio.

Lo conocí en un taller de Comunicación Alternativa. Era la época de buscar referentes. En mi juventud trabajé más de diez años con monseñor Leonidas Proaño en las comunidades de base, en los frentes de solidaridad y en equipos misioneros y era mi expectativa leer documentación que aportará al conocimiento de ese proceso dentro y fuera del país.

El semanario Punto de Vista para mí era un referente y el fotógrafo era Julio. Yo había visto sus fotos, iban más allá de la técnica; su ojo iba dirigido hacia los más pobres, pero con dignidad.

Fui Coordinadora Académica en una extensión de la Universidad de Guayaquil. En 1991 invité a Julio para que diera un taller de fotografía y video en la Facultad, porque sabía qué tipo de profesional era y podía dar el enfoque que a mí me interesaba entregar a los jóvenes. Él era un conocedor de la fotografía, le gustaba manejar la cámara manualmente. Ese fue el encuentro de dos seres que compartían una ideología.

Nos unimos en 1994. Empezamos trabajando. Él hacía los trabajos de fotografía y de cámara de video y yo hacía trabajos del pautaje, la guionización y la edición del video. Éramos un equipo de trabajo. Él era una persona humana que no comulgaba con la mediocridad laboral. Frente a los que sólo veían el sufrimiento de la gente pobre, él, a través de su cámara, hacía que los campesinos puedan valorarse.

No planificamos una boda grande. Entonces, él era un eterno caminante. Había transitado por muchos países. El Julio llegó a Ecuador en 1975, exiliado de Chile. Había estado en la dictadura militar como militante del Partido Socialista de Salvador Allende. Aquí no podía militar pero se mantuvo en brigadas de solidaridad con los pueblos centroamericanos. Luego fue combatiente por tres años del Frente Sandinista hasta el triunfo de la revolución en Nicaragua. Y después regresó a Ecuador y asumió su trabajo de fotógrafo con una cámara Pentax K1000. Entonces lo conocí.

No era un intelectual que se ponía en una mesa a discutir dogmas, sino que era un hombre muy práctico y sé que aprendió algo de cada persona que conoció en el campo, que lo vivió.

Trabajamos en agroecología y lo primero que hicimos en un viaje fue traer árboles pequeños de un vivero. En un terreno público de nuestro barrio plantamos con las niñas árboles de papel, uno de aliso, uno de capulí, un pumamaqui y se fue haciendo el bosque.

Nuestros ejes eran tener la posibilidad de educar y formar a nuestras dos niñas con nuestros valores. Otro eje era el trabajo; teníamos claro que nuestra línea era lograr que los campesinos se sientan protagonistas de los procesos, que cuiden el ambiente, el agua, el páramo. El Julio se fue con un sueño, pero yo tengo que ver cómo construyo ese sueño que es producir material audiovisual sobre los diversos ecosistemas del país, dedicado para niños.

Otro eje era la pareja. Él se fue en nuestro mejor momento. Yo frente a la necesidad vital y prioritaria de seguir haciendo tareas que me permitan estar cerca de mis hijas, sigo haciendo el mismo trabajo, tomando fotos en la misma línea, de forma independiente.

Los contactos del Julio de alguna manera siguen creyendo que no sólo era el trabajo del Julio sino que era de equipo. Ya no puedo salir mucho al campo; soy sola aquí en Quito y las niñas necesitan que yo esté con ellas; necesitan de mi cariño, de mi seguridad.

Sin el Julio no es igual, nunca va a ser igual, pero no me puedo quedar en este momento ni dejar de asumir la vida dignamente.

Mi hija de cinco años decía mi papá se murió salvando un niño y esa es la imagen que quiero que tengan mis niñas de ese golpe fuerte. Y no fue la primera vez que salvó la vida de un niño.

Cuando fue a hacer unas fotos con una misión de alemanes en una comunidad de Cotopaxi se produjo el volcamiento de un carro y varios niños se fueron al despeñadero, él único que fue a auxiliarlos fue el Julio.

Hace un par de años, también salvó a un joven de las llamas en la esquina de nuestra casa, en La Floresta. El joven intentó saltar con su bicicleta sobre unas ramas que eran quemadas. Las niñas lo vieron. El Julio, con su profunda solidaridad, soñaba en la posibilidad de un cambio, yo quiero seguir soñando en lo mismo.

Por eso no quiero hablar del juicio, porque sé las condiciones en las que está. Si me pongo en manos del Defensor del Pueblo... mire qué ha ocurrido con los emigrantes. Si me pongo en manos de la Justicia de ahora... vea qué pasa con Lucio Gutiérrez.

Es que no me quiero poner en manos de nadie. Quiero tener la posibilidad de trabajar con mis propias manos, con mis propios sueños, con el camino que el Julio y yo iniciamos. No espero ni busco nada, lo que quiero es ir construyendo. La única forma de lograr que no exista impunidad por la muerte en abril del 2005 es que se conozca todo lo que el Julio construyó en estos años.

[fuente]
http://www.elcomercio.com/noticia.asp?id=31895&seccion=4

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