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Dónde está la trampa: El TLC no es un Tratado de Libre Comercio

Diego Benítez

Quito, 18 de marzo de 2006

Pese al rótulo que sus mentalizadores le pusieron al tipo de acuerdo comercial que nos quieren imponer con complicidad de un importante sector del status quo criollo, el TLC es en último lugar un tratado de libre comercio. Muy por el contrario es un acuerdo de protección bilateral, incompatible, en su concepción, con la idea del comercio libre, pues pretende perpetuar las prebendas de ciertos sectores productivos locales, a cambio de garantizar para las compañías norteamericanas mercados cautivos para sus productos, proveedores de materias primas sin ningún poder de negociación, compradores cautivos de sus insumos y tecnologías, y la anulación de cualquier potencial nacional para plantear una estrategia competitiva propia.

Como acertadamente lo anota Eduardo Gudynas, eminente investigador del D3E y de CLAES: "A pesar del rótulo de 'libre comercio', los 'TLC convencionales' en realidad no liberalizan todo el universo de mercaderías y servicios, sino que establecen reglas para un comercio asimétrico, donde se mantienen niveles de protección o salvaguarda en sectores sensibles propios, mientras que se busca que la contraparte otorgue las mayores aperturas posibles".

Mantener protección en "sectores sensibles propios", en muchos casos significa mantener de forma artificial una capacidad competitiva local; mientras que buscar apertura en muchos de los sectores en los que "nuestros" negociadores estás basando todos sus esfuerzos, puede perpetuar nuestra dependencia estratégica, tecnológica y política.

Michael Porter, gurú mundial de la competitividad, insiste en su libro La Ventaja Competitiva de las Naciones en que el principal problema con países como el nuestro es que frecuentemente están atrapados en el tipo de sectores que basan su competitividad en costos bajos de los factores, esto es mano de obra barata y abundantes recursos naturales. Como afirma Porter, las ventajas competitivas basadas en los costes de los factores son completamente insostenibles en el largo plazo: "Las naciones que estén en esta situación se enfrentarán a una continua amenaza de perder su posición competitiva y a problemas crónicos para soportar unos salarios y unos rendimientos de capital que sean atractivos. Su capacidad de generación de beneficios, aunque éstos sean modestos, está a merced de las fluctuaciones económicas".

Pocas afirmaciones son tan claras como la citada en el párrafo anterior. La exclusión social, dada por las remuneraciones paupérrimas que paga nuestra economía, ya está generando los problemas crónicos, en el campo del descontento popular, a los que se refiere; mientras que será solo cuestión de tiempo para que los leves beneficios que obtengamos a raíz de la firma del TLC sean anulados completamente por las "fluctuaciones económicas". Tan dependientes quedamos de las fluctuaciones, que basta con que Estados Unidos adopte Tratados de Libre Comercio con terceros países para que nuestra "ventaja" deje de ser tal. Y en la situación actual, en la que además no tenemos soberanía sobre la política monetaria, una apreciación del dólar o una depreciación de la moneda de algún país competidor puede dejarnos fuera de toda posibilidad de competencia en el mercado norteamericano.

A cambio de las ventajas arancelarias, a través de las leyes de protección de la inversión extranjera y de la propiedad intelectual que se plantean y con el riesgo que significa la pérdida de la capacidad de nuestra economía para auto-sustentarse en áreas elementales como la alimenticia (debido a los conocidos subsidios que mantiene la economía norteamericana); perderemos la capacidad soberana de plantear estrategias de desarrollo propias y la capacidad de desarrollar nuestro potencial creativo en pos de nuevas tecnologías y del desarrollo de productos diferenciados.

A pesar de que muchos entusiastas del TLC todavía insistirán en el beneficio que supuestamente acarreará, a través de la generación de empleo, el hecho de que las multinacionales realicen inversiones directas en nuestro territorio nacional; está claro según la experiencia mundial al respecto que la inversión extranjera sólo será un aporte al desarrollo del país en mención si la sede local es la auténtica base central mediante el mantenimiento de un eficaz control de las facetas estratégica, creativa y técnica.

Mientras la planeación estratégica de las empresas multinacionales esté fuera de nuestras fronteras todo el excedente logrado por la producción se irá fuera del país, la plantas productivas serán susceptibles de ser trasladadas ante la aparición de países o regiones que les ofrezcan mejores ventajas (en cuanto a reducción de salarios, de impuestos, de regulaciones ambientales o del costo algún factor clave) y el Estado no tendrá ningún poder autónomo de negociación para concertar un plan de desarrollo nacional; ni siquiera de cobrar impuestos, dado que, como es bien conocido, el poder y el ámbito de las multinacionales les permite realizar compras de insumos y ventas de productos entre subsidiarias de la misma empresa con sobre-precios en las unas y sub-facturación en las otras, que les permite anular todo excedente declarable. La Ley de Desarrollo Desigual planteada por Stephen Hymer es muy decidora de lo injusta que puede ser para ciertas naciones la acumulación que plantea la lógica funcional de las compañías multinacionales.

Sin embargo, existe un importante sector productivo que ven en el TLC su única posibilidad competitiva. No es de extrañarse que en muchos casos sean sectores casi rentistas, casi con seguridad utilizan tecnología extranjera que representa para los dueños de la misma una renta permanente, y basan su poca competitividad en el pago de salarios muy bajos. Este sector ha desplegado y seguirá haciéndolo toda una maquinaria de marketing en aras de vender el TLC a la mayoría de la población, infundiendo el miedo entre sus trabajadores (una minoría asalariada) de que sin la firma del TLC perderán su empleo.

El argumento es que de no firmar el TLC perderíamos el privilegio arancelario hacia los Estados Unidos que nos da el ATPDEA (Ley de Promoción Comercial Andina y Erradicación de la Droga, por sus siglas en inglés), con lo cual nuestros productos se volverían más caros en el mercado norteamericano. Esto sumado al hecho de que si Colombia y Perú sí firman, ellos tendrían menos aranceles que los actuales con lo cual sus productos serían beneficiados por partida doble en relación a los nuestros. Sin embargo, reflexionemos en el hecho de que si en lugar de producir flores (por ejemplo), competitivas en los Estados Unidos sólo por los bajos salarios y la ubicación natural privilegiada del país; produciríamos tecnología, semillas y fertilizantes o incluso flores diferenciadas de las existentes en el extranjero, el aumento de los aranceles en una economía determinada tendría menos efecto negativo del que tendría ahora, lo que quiere decir que seríamos menos vulnerables. A algunas empresas multinacionales europeas o asiáticas no les quita el sueño que determinado país suba los aranceles hacia sus productos, en la medida en que han basado su competitividad en la calidad y la diferenciación. Los automóviles alemanes y japoneses (por ejemplo) son competitivos en nuestro mercado, pese a que los gravamos con aranceles superiores al 30%.

Las elites en estos sectores han dicho, haciendo gala de una soberbia egocéntrica característica de los conquistadores, que los sectores indígenas son manipulados, y utilizan su posición seudo-técnica para desvirtuar cualquier postura contraria a la de ellos. Sin embargo, para defender su postura utilizan postulados más bien religiosos, basadas en las virtudes del mercado y del libre comercio, sin profundizar en sus análisis.

El Ecuador necesita plantearse una estrategia competitiva, pero no puede ser basada en la reducción cada vez mayor de los niveles de vida de la población y en la depredación de los recursos naturales. Pese a que el mercado es un mal amo, puede llegar a ser un buen sirviente, como anotó Yan Karl Polanyi en 1944 en su obra clásica La gran transformación. Necesitamos que el país se comprometa con una estrategia competitiva, la cual tiene que estar liderada por los sectores productivos, pero que tiene que concentrar sus esfuerzos en lograr diferenciación de sus productos mediante la mejora continua de la calidad y en la diferenciación. El desarrollo del país tiene que ser armonioso y mientras esa sea la premisa todo el capital extranjero tiene que ser bienvenido a invertir en nuestro país. Pero no podemos aceptar que sectores naturales claves como el petróleo no sirvan para darle el gran impulso a este esfuerzo estratégico. Por esta razón nuestro país no puede aceptar un acuerdo de protección de prebendas bilateral como es el TLC que termina con la posibilidad de que un fenómeno de cambio se de en el país.

Uno de los optimistas criollos del TLC hace pocas semanas expresó en la televisión: "No le tenemos miedo a la competencia sino a los incompetentes". Señores, el TLC no fomenta la competencia sino todo lo contrario. A menos que se le pueda llamar competencia a la venta de productos agrícolas norteamericanos subsidiados en nuestro territorio, mientras que los automóviles no bajarán de precio dado que hay grupos interesados vinculados a empresas multinacionales que no lo permitirán. Planteémonos en el país la necesidad de ser verdaderamente competitivos. Démonos una oportunidad para salir de la posición tan altamente vulnerable y de desarrollo desigual en la que nos encontramos. Digámosle sí a la competencia, digámosle no al TLC.

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