Una antropóloga reúne a la nacionalidad Épera

Diario El Comercio, edición digital

Quito, 20 de julio de 2003

 

Redacciones Quito y Santo Domingo

Victoria Carrasco tuvo la primera referencia de los épera en 1998. Tras una larga trayectoria en el movimiento indígena, la presencia de una nueva etnia "era casi un milagro". Nadie sabía de su existencia. Y aconsejada por la frase bíblica "Ven y ve", salió en busca de este pueblo que se había perdido en la historia, en algún lugar en la frontera norte.

Los épera, ¿quiénes eran?, ¿migrantes colombianos?, ¿una minoría en extinción?, ¿víctimas de un proceso genocida? Los misioneros de la zona no tenían idea. No ocupaban un territorio, ni siquiera un caserío. La Dirección de Educación Bilingüe no tenía un registro de su lengua.

Preguntó mucho. Supo entonces que un profesor chachi del barrio cayapa de Borbón, en Esmeraldas, tenía alumnos que no eran chachi, negros ni mestizos. En noviembre del 98, finalmente se reunió con un grupo, y comenzó a escribir su diario de antropóloga.

Ellos le relataron que llegaron desde Colombia a inicios del siglo pasado, en "intercambios chamánicos". Estas familias de famosos curanderos ofrecían sus servicios en este lado de la frontera. Vivían dispersos, en extrema pobreza, en 13 asentamientos a lo largo de 300 kilómetros y mantenían poco contacto entre sí.

Encontró que 54 familias vivían junto a los ríos Cayapa, Onzole, Santiago..., en Canandé y en los barrios marginales de Esmeraldas. Eran 295 personas en total. Ninguna tenía propiedades. Quienes vivían en las comunas negras eran dueños solo de una cabaña.

La gente de Tambillo, una zona de manglar, recogía moluscos. Los jornaleros recibían salarios de cuatro o cinco dólares al mes. "Eran casi esclavos", escribió Carrasco. Los viejos hablaban en su lengua, pero los jóvenes ya no se identificaban como épera, que significa "hombre", sino como "cholos".

La tarea era inmensa. La duda metódica del antropólogo le hizo pensar que su intervención podía "obrar milagros o grandes daños". Carrasco trabó amistad con la gente. No tardó en descubrir que sin tierras el pueblo no tenía salida y que su rastro se perdería para siempre.

En diciembre del 99, la primera organización épera celebró la Navidad, en Borbón, junto al Cayapas. Con danzas y con cantos en Sia pedeé, pidieron a Tachi Ak"ore (Dios) un territorio. Fueron dos años de reuniones.

El problema era de difícil solución: cómo financiar la tierra y cómo lograr que sea una sola parcela. Las negociaciones con los dueños eran complejas. El escepticismo rondaba el proyecto. Las jubiladas del año 2000 de la Congregación de La Providencia, a la que pertenece Carrasco, dieron los primeros fondos.

También hubo un préstamo de la Congregación en Quito. Pero cuando la gente vio que un pedazo de montaña podía ser suyo, comenzaron las mingas para desbrozar el monte, se instalaron las primeras casas en las riberas del Cayapas.

Se colocó un puente desde el río hasta el centro poblado, la escuela, la guardería, la casa comunal. Y se sembró plátano, piña y cacao. El experimento de reconstituir un pueblo comprando territorio está a prueba en Santa Rosa de los Épera.

No resulta fácil vivir en comunidad y respetar reglas colectivas. La pobreza sigue siendo la misma, aunque la gente alberga más esperanza. Pero, ¿qué pasará cuando las familias crezcan?, ¿cómo se comprará más territorio?, ¿se logrará que los chicos se sientan épera? Grandes retos tiene ante sí el pueblo más joven de Ecuador.

El reto es echar raíces para siempre

A orillas del río Cayapas se levanta lentamente un pueblo casi desconocido. Un puñado de minúsculas casas de madera está asentado al pie de una colina, a 300 metros de la orilla del afluente. Un puente con palos de madera y un pequeño muelle son el acceso a Santa Rosa de los Épera.

15 casas están concentradas en el centro y otras cinco dispersas entre la maleza. En el centro están también la guardería "Warrura te pita" y un centro de reuniones, que hace las veces de comedor popular. La mayoría de casas tiene techo de paja y piso de chonta. No tienen paredes y se sostienen apenas en cuatro pilares.

En la colina están la escuela y una cancha de fútbol. Los indígenas se han aferrado a esa tierra como si les perteneciera desde siempre. Cada familia posee tres hectáreas y media y los jóvenes solteros, una. El centro poblado está en 20 hectáreas, hay una reserva ecológica de 70 hectáreas y una laguna. El resto es montaña.

Las familias han sembrado coco, cacao, plátano y piña. Excepto de plátano, aún no hay cosechas. Habrá que esperar tres años para el cacao y cinco para el coco. Esos cultivos fueron impulsados por el Programa de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros para consolidar el pueblo.

Gabriel Tascón encontró en ese lugar su morada ecuatoriana. "De aquí no me iré. Tengo mis cultivos y la tierra ya es mía", dice Tascón, dirigente del territorio de la nacionalidad. "Estamos enseñados aquí. Éste es el hogar que buscamos por mucho tiempo. No teníamos tierra ni dónde sembrar", acota Florinda Chirimía, de la comisión de la mujer y la familia.

Santita Garabato es más contundente. Dice que saldrá de ahí solo cuando muera. Los miembros de otras 20 familias están convencidas de lo mismo. Echar raíces en este sitio, a orillas del Cayapas, en la parroquia Borbón, es el principal reto de la gente. No será fácil.

Policarpo Tascón, presidente de la Organización de la Nacionalidad Épera del Ecuador (Onae), cuenta que la falta de empleo y de alimentos ha empujado a muchos a volver a sus antiguos hogares para ganar dinero. "Todos queremos este nuevo hogar, pero no tenemos en qué trabajar".

Él, por ejemplo, volvió a su casa en Bella Aurora, a media hora de Santa Rosa de los Épera, bautizada así por haberse fundado el 30 de agosto (2000), día de Santa Rosa. Otros han regresado a Tambillo, Concepción, Capricho, San Lorenzo para emplearse como jornaleros agrícolas o cortadores de madera.

Pero el dirigente dice que el pueblo aprende a vivir en comunidad. La gente se reúne cada ocho días para discutir lo que quiere hacer en conjunto. Hay una asamblea quincenal y un encuentro semestral para evaluar el trabajo de los líderes y la participación de la gente.

Policarpo Tascón piensa que la compra de tierras para los jóvenes que no alcanzaron en la repartición inicial, los talleres sobre la vida comunitaria y el impulso de proyectos productivos como el cultivo de arroz, cacao o maíz, los fortalecerán. "Este puede ser el camino para hacer realidad nuestro nacimiento como pueblo indígena".

El idioma Sia Pedeé no llega a las aulas.
Los maestros de la comunidad no hablan el idioma.

En una gran aula de caña guadúa, 41 niños estudian la primaria. Sus tres maestros pertenecen a la comunidad, pero la enseñanza es en castellano. Los tres, que son hermanos, no saben escribir el Sia pedeé, el idioma de los épera.

Lo entienden y lo hablan, pero no saben escribirlo. Óscar Chiripúa, director del centro, admite que no están preparados para ser maestros bilingües de la escuela llamada "Eperara Sia pidarade".

Los cincos grados funcionan en la misma aula. En un extremo están los de tercero de básica; en el otro, los de cuarto, quinto y sexto. En la mitad, los de primero. Los cuatro últimos grados comparten la pizarra. Los pupitres están desvencijados y algunos a punto de desbaratarse.

Pero hay otro inconveniente preocupante: muchos niños se desmayan porque van a la escuela con el estómago vacío. Muchos tienen problemas para captar las explicaciones.

Florinda Chirimía, madre de tres escolares, dice que no hay comida. El comedor popular del Ministerio de Bienestar Social dejó de funcionar en febrero y, desde entonces, los niños llegan a clases sin desayunar.

Pocos alimentos y agua de mala calidad.
La anemia y enfermedades infecciosas son comunes.

El plátano verde cocinado sin sal y un agua de panela son, desde hace cuatro meses, el desayuno y la merienda de las familias épera. Cuando hay cosecha, la papaya y piña sembradas frente a sus casas completa su dieta.

"Llevo un mes sin trabajar y no tengo para comer", dice Teofilo Quintero, uno de los tres chamanes del pueblo ("jaipana" en su idioma). Edilma Chiripúa también están sin empleo. "Hace tiempo que no cojo un solo centavo, porque no tengo artesanías para vender".

A veces sale a pescar en su canoa, pero el marisco ya no es abundante. La falta de alimentos ha incidido en la salud de la gente que sufre de anemia e infecciones intestinales. Los niños son los más enfermos. La mala calidad del agua es un agravante. No tienen una sola gota de agua potable y el río, muy contaminado, es la única fuente de abastecimiento para beber, cocinar, lavar la ropa y bañarse.

La falta de un depósito de aguas negras también afecta a la salud. La congregación de La Providencia de Borbón ofrece asistencia médica periódica y medicinas, pero es insuficiente.

Una peculiar forma de justicia se aplica.
Cuatro casos han sido sancionados por la comunidad.

La justicia tradicional de los épera aplica azotes con látigo como castigo. Pero Gabriel Tascón, dirigente del área de territorio, contó que se elabora un reglamento para determinar cómo aplicar la justicia y evitar que se cometan injusticias.

En los tres años que viven en su nueva tierra, las familias han aplicado cuatro castigos de esa naturaleza. Dos hombres épera recibieron hasta 80 latigazos por haber intentado violar a una joven. Un tercer hombre fue azotado por haberse casado con una pariente, lo cual no está permitido.

Mientras que el último caso fue por el robo de un dinero. Los cuatro acusados, en ropa interior, debieron colocarse boca abajo para recibir el castigo. El azote se hizo con un fuete de bejuco, llamado piquigua. Luego se confesaron al pie de una cruz de madera, que debieron cargar por los alrededores del poblado.

El profesor Óscar Chiripúa explica que esa cruz debe ser de madera de guayacán para que sea más pesada. Además, tiene incrustaciones de monedas de metal en los filos. La de ahora es de madera ligera y las figuras de las monedas están pintadas con pintura blanca.

La artesanía necesita nuevos mercados.
Las mujeres se agruparon para elaborar cestas.

Las 48 mujeres épera adultas, todas artesanas, dejaron de elaborar los bolsos, canastos, cestos, sombreros y otros adornos, un negocio comunitario que emprendieron cuando se unieron. El grupo no tiene dinero para comprar la materia prima.

Neida Quintero, presidenta de las mujeres, manifiesta que les resulta difícil reunir cinco dólares para comprar el ciento de piquigua o chocolatillo, una suerte de bejucos, que sirven para tejer los sombreros y los cestos.

Tampoco tienen mercado. La dirigente cuenta que no saben dónde vender sus artesanías, porque nadie quiere pagarles el costo real del trabajo. "En un solo sombrero nos demoramos cuatro días y por ese trabajo nos quieren pagar dos dólares. Vale cinco", enfatiza.

La tejedora Elvia Chiripúa expresa que le quieren pagar 30 centavos por un canasto. "No podemos venderlo a ese precio. El material, el tiempo empleado y nuestro trabajo también valen". Del ciento de piquigua salen tres sombreros y de la misma cantidad de chocolatillo se pueden hacer hasta cinco canastos. Dicen que necesitan contactos para la venta.

 

Fuente: http://www.elcomercio.com/noticias.asp?noid=67506

Fuente: http://www.elcomercio.com/noticias.asp?noid=67515

 

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