Una gangrena mental contagiosa





Alberto Acosta

Diario El Hoy, edición electrónica

Quito, 30 de abril de 2003




Desde hace rato se busca debilitar y hasta desaparecer a la principal empresa del país. Las transnacionales y sus tinterillos criollos, desde siempre, le han tenido desafección. En 1993, con el fin de racionalizar el manejo de los recursos fiscales (para aumentar el servicio de la deuda externa, habría que añadir), a Petroecuador le retiraron el 10% de sus ingresos destinados a inversión y de allí en adelante le fueron mermando sus facultades. Financieramente se le transformó en un ente burocrático cualquiera, obligado a mendigar sus inversiones al Gobierno cual si fuera una procuraduría de un ministerio cualquiera.

Administrativamente se le dotó de sucesivas presidencias, casi todas incapaces de utilizar adecuadamente los escasos recursos regateados al Fisco. Políticamente se completó su desmantelamiento con un manejo ministerial contrario a su existencia, plagada además por raterías y complicidades de todos los calibres en todos los niveles. Y jurídicamente, con la entrega de cada vez mayores beneficios a las transnacionales, se perfeccionó esta estrategia; recuérdese que, “salvo el contrato firmado con Texaco en 1973 y reajustado varias veces durante los tres primeros años de la dictadura militar, a pesar de la resistencia de la compañía, la contratación petrolera por parte del Estado no ha sido favorable a sus intereses sino en forma marginal; y en cierto período, entre 1996 y 1999, no solo dejó de generar ingresos para el país sino que le produjo una acumulación de deudas, dando para colmo de resultados la entrega de las reservas petroleras más dinero encima”, reconoce con claridad Ramiro Gordillo, ex presidente de Petroecuador, en un libro cuya tinta fresca clama por su lectura urgente para elevar el nivel de la discusión.

En las condiciones expuestas la actividad de la empresa tenía que declinar inexorablemente. Su producción de crudo liviano caía al ritmo que se debilitaba su infraestructura. En paralelo aumentaba la producción de crudo pesado de las transnacionales, que entrega magros réditos al Estado, no más de 20% de la renta petrolera, cuando en la época de la Texaco el país recibía más de un 85% de dicha renta. Y la mezcla de crudos provoca una pérdida en su precio, al tiempo que merma el rendimiento de la Refinería Estatal, cuya desaparición -fundamentada en estudios mañosos- está también en la mira de los privatizadores.

En lugar de mejorar el funcionamiento del ente estatal, incorporando complementariamente el aporte privado, la apuesta continuista del Gobierno del coronel Lucio Gutiérrez busca asegurar ‘la participación del capital privado en las distintas fases de la industria petrolera nacional’. Lo grave en este colapso es que casi nadie reacciona. Frente a este fracaso programado se asume como verdad revelada que el Estado no tendría recursos para invertir (pero los tuvo para los banqueros corruptos, los tiene para adelantar los pagos de la deuda externa y los tendría con una facilidad petrolera), que no dispondría de la tecnología adecuada (ocultando que ésta es comprable, tal como lo hacen las propias transnacionales) y que, en consecuencia, habría que aceptar -como única solución- la privatización. La sociedad parece acostumbrada a tanta gangrena mental.



Fuente: http://www.hoy.com.ec/sf_articulo.asp?row_id=145111






 
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